El ladrón
- Garbo Novel
- 1 ago 2020
- 6 Min. de lectura
La ciudad se encontraba tranquila en esa noche particular de noviembre del año 2115. Como ya era costumbre las calles se encontraban solas, vacías. El ambiente era frío, silencioso, solo el murmullo ocasional del viento se escuchaba entre las casas. Nadie se paseaba por la acera, o bueno, casi nadie. Por la Avenida zigzagueaba un hombre, saltando de un lado a otro, recargándose contra los muros y esquivando los postes de luz; cualquiera que lo viera lo hubiera confundido con un borracho perdido que buscaba inútilmente el camino de regreso a casa. Pero este hombre si tenía un rumbo, un objetivo.
Su paso era seguro, sus movimientos calculados. Esquivaba la mirada de las cámaras de seguridad instaladas por toda la ciudad; cruzaba la calle, se pegaba a las paredes, rodeaba postes y arbustos, no podía arriesgar ser visto. Tras un tiempo andando de esta manera, el hombre llegó por fin a su destino. Se dio un momento para admirar el edificio frente a él. Era grande y cuadrado, simétrico de todos sus lados. También era muy imponente, su silueta daba la impresión de estar frente a un templo, o quizás un rígido castillo. En la verja de la entrada había una placa, que en grandes letras metálicas decía “Biblioteca Federal de Libros Prohibidos”. El hombre dio un vistazo para comprobar que nadie, humano o máquina, lo estuviera vigilando. Una vez confirmó que estaba completamente solo, se puso manos a la obra.
Con una agilidad felina trepó la cerca que rodeaba el recinto y volvió a bajar, sin hacer ruido. Se acercó hacia una ventana y comprobó su estado; naturalmente estaba cerrada. Con un golpe bien posicionado rompió el cristal, y con cuidado se introdujo por el agujero. El interior estaba desierto, y casi oscuro de no ser por la débil luz que entraba del exterior. Miró a su alrededor, lo rodeaba en todas direcciones grandes estantes metálicos de casi 3 metros de altura y varios más de longitud. Cada uno poseía varios anaqueles protegidos por vidrio transparente, y dentro de cada anaquel había una cantidad innumerable de libros encerrados.
El hombre avanzó, mirando distraído a través del cristal. Pronto un tomo regordete llamó su atención. No podía ver su título, pero no fue necesario, el cálido resplandor de una pequeña cruz dorada delataba su contenido. Sonrío levemente y continuó andando por los pasillos, pues ese no era el libro que buscaba.
Observaba atento cada rincón, leía serenamente cada tejuelo buscando entre los prisioneros al que había venido a liberar. Reconoció unos cuantos títulos que lo remontaron a otra época, una más feliz. Se vio recostado en su cama, escuchando atento a su padre, quien leía efusivamente alguna aventura fantástica o misterio imposible. Se recordó sentado bajo el librero, leyendo sobre un romance inalcanzable, máquinas asombrosas, pueblos mágicos y odiseas épicas.
Se entristeció a su vez al ver el estado al que habían sido relegadas todas esas obras que lo acompañaron durante buena parte de su vida. Habían pasado ya varias décadas desde que alguien había leído por última vez alguna de sus páginas. Nadie se interesaba ya por las historias, las ideas, que cada tomo ofrecía. El valor de los libros había sido desplazado por la televisión y las redes. La gente ahora leía textos de unos pocos caracteres y las grandes historias del pasado habían sido reemplazadas por banales imitaciones, que no ofrecían más que fugaz y efímero entretenimiento. Con el tiempo leer no solo fue considerado una actividad inútil, sino que fue catalogada como peligrosa. Pronto el gobierno atendió a las demandas de la mayoría y comenzó a segregar, discriminar y encarcelar a la minoría que aún leía y escribía. Y eventualmente los libros fueron recolectados y guardados en la Biblioteca,donde finalmente serían destruidos.
El hombre casi podía escuchar los lamentos de los prisioneros de papel, casi podía sentir la desesperación de su encierro. Lamentó profundamente no poder rescatarlos a todos, pero el éxito de su misión dependía en ser discreto. Dio la vuelta en una esquina y ante él se desplegó otro pasillo idéntico a los anteriores y sin embargo único en su clase, porque contenía un tesoro prohibido. El hombre miró atentamente, buscando la cubierta indicada, y tras unos minutos la encontró. Con otro golpe preciso rompió la protección transparente y sustrajo su botín. Súbitamente una luz alumbró su rostro, cegándolo brevemente, y una voz le habló.
—¡Maravillosa elección! Es un excelente tomo, aunque su protagonista me pareció un poco torpe ¿no lo crees? Dejándose atrapar de esa manera.
Detrás de la luz había un viejo, con postura cansada y rostro sereno. Sin embargo, sus ojos reflejaban aún cierta chispa de juventud. Vestía un sucio overol gris y zapatos negros. Junto a él se encontraba un carrito amarillo de donde destacaban unos cuantos palos de escoba.
—No te asustes muchacho, no intento detenerte y aunque quisiera, no tengo la fuerza para lograrlo—continuó el viejo—Debo decir, interesante obra la que tienes ahí. Una valiente historia sobre un intrépido ladrón que se enamora de la dama a la que le robará, me entretuvo mucho durante el tiempo que lo leí. Aunque no es ni por mucho la mejor historia que hay en este lugar; por ejemplo, más adelante en este pasillo se encuentra Otelo y dando la vuelta por donde viniste podrás encontrar la obra completa de Borges. Habiendo tantas grandes obras aquí ¿por qué elegiste esa?
—Este libro tiene un valor sentimental—respondió con cautela el muchacho, como guardando sus palabras—no podía dejar que muriera en este lugar, abandonado.
—¡Venga hombre! No hay necesidad de tanta seriedad. Hablas de eso como si estuviera vivo ¿Le pertenecía a alguien cercano?
—A mi padre, él escribió este libro—el joven respondió en voz baja
—Ya veo. Sea como sea, es agradable tener visitas por aquí, no hay mucha gente con quien hablar en estos días. Disculpa por no ofrecerte un asiento y una taza de café, como puedes ver soy solo el conserje. A menos que quieras sentarte en el trapeador.
El viejo dio una carcajada que resonó por todo el lugar. El ladrón estaba un poco ansioso de irse, pero por alguna razón tampoco quería dejar al intrigante personaje que tenía frente a él.
—Mira que un roba-libros es una visión un tanto extraña—Volvió a hablar el conserje, aún con una sonrisa en la cara— Se necesita coraje para entrar en un edificio gubernamental de esa manera; me gusta esa actitud rebelde, decidida. Conocí a alguien como tú una vez; era intrépida y valiente. Soñaba con escribir, quería revivir el arte de crear historias y compartirlas. Diario se sentaba frente al escritorio y garabateaba. Al principio sus cuentos eran...malos, sus tramas no hacían sentido, sus personajes se sentían robóticos, estaban repletos de problemas. Pero con el tiempo fue mejorando y eventualmente dominó el oficio. Convirtió sus palabras en un arma precisa, capaz de proyectar en tu alma visiones de fantásticos e imposibles paisajes. Pero bueno, ya sabes cómo tratan por aquí a los soñadores; ha pasado una década desde que la vi por última vez. De vez en cuando me pregunto si debí haber hecho algo más para salvarla.
El anciano guardó silencio, como pensando. La tristeza se hizo evidente en su cara y sus ojos brillaron con el resplandor de las lágrimas. El joven lo veía con compasión, sabía lo que era perder a alguien cercano por atreverse a soñar con un mejor futuro.
—Te propongo algo muchacho—exclamó una vez más el conserje— Dejaré que te lleves ese libro; pero prométeme que regresarás a rescatar otros más. Ya nadie lee estas páginas, y si se quedan aquí lo único que les espera es su fin. Prefiero arriesgar mi trabajo, mi libertad o mi vida por salvar, aunque sea una docena de estas obras magníficas. No puedo soportar quedarme de brazos cruzados otra década, viendo como destruyen aquello que ella amó.
El roba-libros estaba impresionado, ni en mil años hubiera imaginado encontrar a alguien como él en este lugar maldito, a otra alma lastimada, a otro amante de las historias.
—Veo en tus ojos el mismo fuego que vi en los suyos hace ya varios años. Puedo notar tu tristeza, tu furia, tu melancolía; porque es idéntica a la mía. Yo ya estoy muy viejo para hacer esto solo, necesito a un compañero y creo que no pude haber encontrado mejor persona que tú ¿Que dices? ¿Tenemos un trato?
El viejo extendió la mano hacía el joven. Este lo miró a los ojos unos momentos, inseguro de qué hacer. ¿Decía la verdad? ¿Sería una trampa aquella? No podía despejar la duda de su mente, pero la oferta era tentadora, pues él también había deseado lo mismo. Pensó unos instantes sus opciones: Por un lado, podía irse de ahí, con su recompensa bajo el brazo, y no volver jamás; los libros de la Biblioteca serían destruidos, mientras el suyo permanecería libre pero solitario, en un mundo que había olvidado cómo soñar.
Por el otro lado, tenía la oportunidad de salvar el legado de aquellos, que, como su padre, había dedicado su vida a esparcir maravillas a través de sus palabras. De cierta manera, el viejo le ofrecía la oportunidad de rescatar el alma de los seres queridos que el mundo cruelmente les arrebató, de liberar a los autores que vivían ahora dentro de sus creaciones.
Finalmente, el joven tomó su decisión. Estrechó la mano del anciano conserje, y selló el pacto. Ahora los dos se habían convertido en cómplices; eran ahora un par de ladrones de ideas, de historias, de fantasías y de ilusiones. Ambos se despidieron, y el joven pronto salió del lugar de la misma manera que entró. Como ya era costumbre las calles se encontraban solas. Solo el murmullo ocasional del viento se escuchaba entre las casas. Nadie se paseaba por la acera, o bueno, casi nadie. Por la Avenida zigzagueaba un hombre, con un libro bajo el brazo y una sonrisa satisfecha en el rostro.

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